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Aquel sábado vería a Sabetta para despedirme y esperar que me retuviera. La angustia previa me hacía considerar no ir y quedarme en el refugio para evadir la situación; para postergar lo ineludible, separarnos.

Busqué en mi libreta de notas algunas aproximaciones que me dieran respuestas a preguntas que no me había hecho, pretendiendo encontrar en ellas mi decisión; pero en vez de eso me quedé tirado en la cama haciendo nada boca arriba viendo el techo. Empezaba a llegarme la ansiedad previa a la insatisfacción.

Fui hacia la mesita de noche, tomé la libreta y me desplomé en el sillón. Hojas llenas de juegos de abalorios que ahora no me significaban. La dejé caer, y con ella los enigmas sin descifrar. Me volví a levantar, repasé el inventario del basural, levanté un suéter que me puse con desgano. Salí a la calle, el frio de ese invierno me recibió bien, lo asocié con Amaia y la lejanía de mi vida con ella. Sentía la palpitación agitada del corazón, también su silencio, su muerte entre cada latido. Sabía que tenía tiempo así que tomé el camino largo por el interior del parque, con el propósito de contemplar el último brillo del sol sobre las hojas de los árboles. Yo también era esa luz. Para no pensar elegí cuestionarme: ¿El cuerpo avanza en los estados de conciencia? ¿Soy el observador o quien está observándome detrás de mi mente, que también soy yo?

Recordé los primeros libros de la adolescencia y lo que ahí había leído: “No soy un hombre que sabe, he sido un hombre que busca”. Cuando encontré a Herman Hesse sentí un golpe en el tórax. Estaba en mis primeros años de juventud. Una emoción me recorrió desde el estómago hasta la tráquea y reventó en la garganta, pasó dentro de la columna vertebral y sacudió mi cerebro ante la revelación de lo que para mí fue una nueva verdad. Sí, fui un niño lleno de dudas; con grandes amores, principalmente espirituales. Creí que el camino hacia mí mismo sería infinito, incierto y que moriría sin haber encontrado La Respuesta, ni siquiera en la aproximación. Resultó ser cierto.

Algún día quise dar un significado propio a las ideas sobre la conciencia de estarenelmundo y el miedo que produce descubrirlo y apartarse de él para recorrer el camino introspectivo. Hoy, harto de la rutina y lejos de mis ideales me pregunto nuevamente: ¿Habré dejado de buscar?

Crucé el parque, me quedé mucho tiempo en la banqueta opuesta al edificio donde vivía Sabetta. Me di cuenta de que pasé de largo sin ver un solo detalle del paisaje, propósito de mi breve andar: metáfora de mi vida. No sé cuánto tiempo tenía en el cruce peatonal viendo cíclicamente los cambios en el semáforo. Era una tarde hermosa, el color del sol iba hacia el naranja.

El viejo edificio donde vivía Sabetta estaba contra esquina del cruce donde me había quedado paralizado. Pensé que la podría ver a lo lejos por alguna de las ventanas que lo inundaban en ambas direcciones. Desde esa esquina del parque se podían apreciar los detalles, la construcción parecía no tener fin en la perspectiva hacia el final de la avenida que daba al camellón. Crucé la calle, me detuve un momento en los aparadores de los comercios de la planta baja para contemplar todo lo que no necesitaba, continué, entré y subí cuatro pisos.

La puerta, como siempre estaba entreabierta. Entré, caminé por el pasillo hasta encontrar su silueta: qué paisaje ver un fragmento de su espalda y adivinar su cuerpo. Caminé en silencio hacia ella, a nuestro rincón.

Un sofá, una ventana amplísima, abierta de par en par. Una cortina blanca y translúcida, volando al sol y regresando al interior, en esa media tarde para hacernos cosquillas ligeritas, soportables, próximas.

Sabetta se sentó en el otro extremo, donde solo la podría tocar con mis palabras. Ella me acariciaba con su olormujer.

La tibieza de nuestra reciente intimidad iba en el sentido opuesto a mi estado de ánimo. Me sentí descompuesto. Sabetta lo notaba, era suficiente unas pocas palabras para recomponerme. Yo en cambio la llenaba con metáforas sin sentido, rodeando la realidad por la timidez que sentí a pesar de haber llegado a ella

Sabetta, me cobijaste con tu voz, con tus brazosrefugio. Tu deseo develaba suspiros y yo los intuía porque después de los silencios me daba por notar cada detalle: el ritmo de tu pecho, la casi imperceptible forma como se aceleraba la respiración en tu escote, que en espiral ascendente abría tus pupilas, dejándome ver tu interior.

Pero esa tarde me sentía acorralado por la nostalgia, intentaba no llegar a los temas que me dolían. Sabetta cambiaba el tono de su voz, me daba a entender que le gustaba asomarse a mi interior.

Sabetta, el domingo ha sido siempre el día en el que la añoranza se acentúa más en mí por el contraste con la belleza del mundo, y en opuesto me brotan los recuerdos y la tristeza sobre el Dios de mi adolescencia y la pérdida de la Fe.

Se hizo un silencio largo. La respiración pausada.

–Sabetta… –pronuncié bajito y con pena. –He esperado mucho abrirme por completo …– Callé. Ahora fui yo quien elegía un silencio corto, casi premeditado.

–No sé por qué razón asocio tus labios con la doble “te” de tu nombre. Siempre le lanzaba pequeñas trampas con la intención de evadir los episodios que me dolían.

Otro silencio, ahora de ella. Lo hacía a propósito, para reacomodarse el cabello, acurrucarse más en la orilla del sofá.

–Me gustan tus obviedades–murmuró sin verme, aceptando el cambio de tema–.

La Fe nació en los largos paseos de profunda meditación durante los retiros espirituales, y si hago un esfuerzo me veo feliz en el campo, ligero, con el Dios de la infancia a mi lado, sin el peso de la eternidad. Me ha costado mucho trabajo aceptar que Dios no existe, que es un dios con minúscula, que los curas me timaron, que los ideales se derrumban, que solo han sido escenografía, que el tiempo y la vida son un vacío lleno de instantes indiferentes.

Había hablado demasiado, Sabetta era muy comprensiva, pero siempre la acababa fastidiando con mi verborrea. Se apartó. Se acomodó en el borde del sofá. La última luz de la tarde le hacía una sombra en los ojos como si fueran dos cuencas oscuras. Tomaba muy en serio mis sentimientos, siempre esforzándose por arroparlos. Lo lograba.

Tenía razón, quizá fue que en algún momento derramé toda la sustancia para apreciar la vida y las emociones que solía disfrutar.

Sabetta se acercó a mí, hablaba de mis ojos, de cómo los recordaba cuando no estaba con ella y de la curvita que se les hacía cuando estaba pensativo. Hacía sentirme correspondido, hasta que se fue quedando dormida, canturreando una canción que habíamos descubierto juntos, como predestinando el futuro: “Si un día te vas y ya no… no vuelves más. Si un día me voy y ya no vuelvo yo"