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Fueron buenas personas los que intentaban levantarme. Estaba hecho un trapo, intenté incorporarme, pero caía una y otra vez como cachorro recién nacido. Me sostenían de las axilas, manoteaba; no podía coordinar mis articulaciones, tenía la vista nublada. Apenas pude balbucear el nombre de mi hermano, “referencia inútil”, pensé. Hablaban entre ellos, mencionaban constantemente un refugio. Fue cuando advertí una figura femenina, unos labios moverse, una mano insistente señalando, y me inventé que había sido Amaia. Me explicaron que el refugio era un lugar donde acogían a indigentes y personas sin casa. Me dieron la dirección y el santo y seña para llegar.

La banqueta me pesaba en las rodillas, me levanté ayudándome de un poste de luz, estaba cerca, pero sentía que ya no tenía fuerza ni aire; bramaba, no podía despegarme del poste, había tragado mucha sangre y empezaba a tener asco y náusea. Sentía el pecho como lumbre. Los transeúntes, mis bienhechores, habían seguido su camino. Me dejé desvanecer. Continué como pude, como reptil.

Conseguí llegar a la puerta, la golpeé con puñitos de bebé pero nadie abrió. Como siempre me transcurrió el tiempo sin sentido, irrecuperable. Estaba sudando, pero sentía helarme por dentro; victimizado por la culpa de haber equivocado la ruta, y poco a poco me fui dejando ir hasta perder la conciencia.

...

Desperté. Me informaron que había estado casi una semana sedado y que aún me encontraba delicado, que ese era el Centro de atención social San Juan de Dios para personas sin hogar y que podría permanecer ahí de forma gratuita hasta mi recuperación. También me informaron que recibían donativos.

Iba a contar que amanecí en mi casa, en mi recamara, que olía a nata y café con leche, que bajaba las escaleras, que mi hermano y mis padres me veían entrar en la cocina, que estaban tranquilos y amándose, proyectándome paz y seguridad, que mi padre me subiría a sus piernas, me sacudiría mis pies desnudos, de cuatro años, que me preguntaría que hasta qué número podía contar y luego como siempre, me hablaría del infinito.

Llegaban a mí todo tipo de recuerdos y fantasías, así que decidí evadirme, situarme en un tiempo preciso, en la época cuando Amaia venía a verme y se quedaba conmigo el fin de semana, cuando anhelábamos estar juntos; cuando teníamos el equipaje preparado… Y de pronto, el olor insoportable de las sábanas del refugio mezclado con el mío me regresaba a la realidad. Las ilusiones se esfumaban, volvía a mi condición, a mi presente. No estaba en mi casa y si así hubiera sido, era un hecho que la vida me la había arrancado o que nunca fue mía por completo.

Me levanté, me sentía muy débil, pero necesitaba salir. Abrí la puerta del cubo que había habitado por casi una semana, me interné en el inmenso pasillo con destino a la calle: la entrada hacia la inquietante nada. Cuando pasé por la recepción, le hice un guiño a la mujer con atuendo blanco como diciéndole: “No pasa nada”. Eso era lo inquietante, no-pasaba-nada.

Salí. Respiré con la inquietud del presente y la incertidumbre del porvenir, sin miedo ni pertenencias, pensando en la casa de mi infancia, en el eterno círculo sobre el mismo punto: yo.

Caminé sin rumbo, con el cuerpo pegado a las paredes. Me detenía cada dos pasos para recargar la frente en los muros, la apretaba contra los ladrillos. Recordé el concreto raspando mi frente, mi nariz, lo que me quedaba de rostro. Me aproximé hacia el final de la calle, abrazando la realidad, el anhelo, la añoranza; pero estaba exhausto. Me acerqué al primer edificio que vi. Tenía una fachada llena de vida, con una escalinata de piedra en la entrada. Me senté en el primer rellano y poco a poco me acurruqué para intentar descansar. En ese momento venía bajando una mujer se acercó y me dijo que si necesitaba tomar algo para estar mejor. La ignoré. Me sentía muy débil, cerré los ojos para intentar reponerme, y al abrirlos vi a dos voluntarios acercarse, venir por mí.

Pasé en cama días críticos. Las enfermeras entraban a mi cuarto y me hacían curaciones. Había una que me trataba como humano; era mi preferida, tenía una forma de hablar que me tranquilizaba. Me la pasaba acostado, adolorido, viendo televisión chatarra, repetitiva hasta el infinito; me servía de mantra para ausentarme de mi circunstancia.

Aun así, recordaba el anhelo infructuoso de hallar lo perdido: la realidad antagónica, el espejo del fracaso, disfrazado de éxito y mediocridad; y meditaba moribundo hasta recobrar la plenitud de los cinco sentidos; luego encendía mi cerebro racional: seguro, absoluto, ordenando mentalmente notas, imágenes, textos, comparaciones, para dar con el ideal que seguramente llegaría.

...

Llevaba más de una semana y todos los días le preguntaba a mi enfermera sobre cuándo podría salir. La respuesta siempre era la misma: “Aún no está bien, tiene que descansar hasta reponerse por completo”. Pasó el tiempo, día a día como persecución idéntica, contemplando la conclusión de lo ideado. La intelectualización me derrumbaba, me forzaba a darle la espalda al espejo; intentaba librarme del hueco que sentía en mi interior y a la vez deshacerme de los recuerdos que me obsesionaban: mi infancia, Amaia, mi casa, Sabetta.

Un buen día entró una doctora que jamás había visto y me informó que estaba dado de alta. “Es lo que quería escuchar, ¿cierto?”. Por contradictorio que parezca recibí la noticia con desgano, me di cuenta de que estaba habituado a la rutina del refugio, pero otro de mis yoes me incitaba a continuar y cumplir el propósito de llegar a casa. Pasaron segundos de haber recibido la noticia y ya se estaba abriendo la boca…

–¿Me puedo quedar unos días más? No tengo a dónde ir –mentí. Su semblante permaneció inexpresivo. –Doctora… por favor… –rogué. La enfermera le clavó una mirada, ella volvió la cabeza y asintió levemente–. Tiene un mes para resolver su salida, pero tendrá que pagar su estancia –dijo..