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Salí de mi alma y del refugio después de la eterna negociación con Dios. Como siempre, como todo en mi vida, intuía la ruta, pero no el destino, la única alternativa era intentar llegar… indefinidamente.
Iba caminando muy de prisa, con la mente atiborrada, maldiciendo por haber creído en los sacerdotes y en los científicos: ese comité que condicionó mis elecciones sobre el rumbo de mi existencia.
Me enojaba esa época de lluvias, ¡carajo! todo era agua: mis calcetines, las alcantarillas-fuente, pero sobre todo mi brújula moral que insistía en retroceder, que me insistía en regresar a dormir al refugio o a pasar la noche debajo del puente, con esa sensación permanente de alejarme para intentar llegar, pero no-es-posible pegar pestaña entre ruidos y clones de inopes subdesarrollados, intercambiando mierda intelectual.
Me bajé de mi estereotipo moral. Toqué la puerta. Me recibió una mujer. Reflexioné que siempre hay mujeres abriendo y cerrando puertas. Pagué, para ese momento ya mi necedad me insistía aproximarme, para intentar llegar. Hice el intercambio y recibí el azotón previsto en las narices. Bajé las escaleras, me encaminé hacia la que fue mi casa intentando evadir la lluvia. Llevaba el puño apretando la bolsita. Pensé en buscar a Sabetta y despedirme, decirle cuán agradecido estaba por haber intentado curar mi alma, pero mis pasos iban en dirección contraria. Pasé de largo, para ese momento mi paranoia había crecido y sentía que las uñas se iban enterrando más en mis manos. Tenía que calmarme. Estaba por cruzar por debajo del puente, en el camellón donde se juntaban los pordioseros, solo habría que atravesar, seguir de largo y llegar.
Estaba empapado. La lluvia cesó, el cielo abrió: su negrura era imponente, absoluta y el aire tibio me hizo bien, me dejaba sobrellevar los pensamientos obsesivos. Llegué al camellón y la concurrencia me recibió ignorándome. Me tiré en el pasto para mojar lo único seco que había conservado hasta ese momento. Abrí el sobrecito.
Aspiré con cautela: la paradoja de Zenón penetró en mi cerebro y Dios le jaló a la cadena. Siempre, siempre, siempre Dios, siempre, siempre le jala, Dios, Dios, siempre, siempre le jala a mi cadena.
Fue el momento de reptar al sinsentido y sí, acabé eufórico bajo el puente, buscando la sombra de la añoranza por los viejos ideales caídos. Rápidamente encontré compañía y los mejores consejos de quien menos imaginaba; algunos me llamaban “carnal”, me abrazaban, se identificaban conmigo, me procuraban sorbos de alcohol que sentía iba limpiando mi alma. Tan bien me estaba cayendo que propuse un trueque: a cambio de la media botella que quedaba ofrendé el sobre que había resguardado para el amanecer. Aceptaron. Dos de ellos discutieron sobre cómo lo repartirían y empezaron a pelear por la bolsita hasta romperla; el polvo se dispersó brutalmente por el aire; vi en cámara lenta, cuadro por cuadro cada gesticulación de los presentes (ahora congregados en círculo) y cada grano volar y caer, haciendo una pasta irrescatable en el suelo mojado. Cuando ya no había remedio, uno de mis trocadores volteó enseguida; su mirada me culpaba, el otro gateaba queriendo desesperadamente recobrar el polvo ahora vuelto engrudo. Tuve que empinarme la media botella en segundos, antes de que me reclamaran el fallido trueque. No dio tiempo de limpiarme las comisuras de los labios cuando ya venían al menos cuatro de ellos hacia mí. Me levanté como pude. Procuré escapar, pero solo pude avanzar algunos pasos; intenté recobrar la fuerza y seguir, pero solo logré recorrer la mitad; seguía en el camellón, sin poder cruzarlo. Se acercaban: me alcanzaron; en realidad tiraban golpes al aire y daban pataditas como los bebés que no logran darle a su pelota, rozándome sin hacer ningún contacto, en una danza ridícula.
Al final, exhausto de nada, intenté escapar de nuevo. Sentía el alcohol en las mejillas, en las órbitas oculares. Apenas pude cruzar la calle. Regresaban, los vi alejarse, alguno volteó para tirarme maldiciones. Solo me habían dejado su hedor. Minutos antes me habían tratado de hermano, me ofrecieron el poco calor y cobijo que tenían. Nos sentimos solidarios, pero al final yo les importaba un carajo, como a todos los que habían pasado por mi vida.
Fueron la sed y el sol los que me despertaron, estaba hecho un trapo, pero con la ilusión de volver a mi hogar. La trasnochada me había hecho mucho mal, así que ese bajón –juré– me lo curaría en la primera cantina que saliera al paso y otra vez postergué la llegada. Entré pensando en escribir, nomás por evitar el infierno.
Pedí una servilleta a la mesera, pero a cambio me dio incomprensión. Dos segundos después, cuando mi mirada encontró el servilletero lleno, recapacité. Añoraba al verdadero pordiosero y no a esa copia de caricatura que me habitaba. Tomé la servilleta, escribí con baba de cruda de tres días mi epitafio. Eso fue el detonante: ya no tenía forma de parar el viaje hacia mi interior. Sentía las miradas inquisidoras de los parroquianos como si pudieran ver los monstruos que me habitaban. Después de algunas cervezas salí en silencio, como apenado, con la actitud del culpable, de quien va a pedir perdón de sus pecados mortales.
El sol me cayó encima, continué mi camino convencido, pero cuestionando mi propósito. Tuve que tomar la ruta que cruzaba el puente y el camellón donde se reunían los pordioseros. Pasé de largo, me interné entre las calles que recorrí mil veces de niño y me sentí en una dimensión donde el tiempo se comprime. La taquicardia interrumpió todo flujo cerebral, toda emoción. Fue el retorno a la vida deseada, estaba a un paso de recuperar todo lo que representa la nostalgia, el cobijo del origen: yo mismo, la plenitud, mi vida.
Solo unos metros más: Estaba en la bocacalle de mi destino. Hice una pausa para recapacitar, para tratar de entender que finalmente estaba llegando. Pasé de largo cualquier pensamiento para regocijarme. Mi vista de trescientos sesenta grados percibiendo absolutamente todos los detalles, estímulos hacia la memoria. Finalmente estaba ahí, frente a la fachada de la casa que me vio crecer y vivir. Mis hombros se fueron hacia atrás en una contracción inversa, acto reflejo que provocó la emoción del instante en mi espina dorsal, la impresión de lo que estaba viendo: los restos de un hogar ajeno. Di media vuelta y regresé los pasos hacia el departamento de Sabetta.
Me sentí triste y descobijado y aunque estuve tan próximo a mi casa, tuve la sensación de no haber llegado. La mejor hora es la peor para llegar o matarse, para el miedo o la aproximación al infinito que me enfría, me enfría, me…
Domingo
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