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“Sobre el arte y las matemáticas: Una forma de aproximarse al infinito” era el nombre de la conferencia a la que fue invitado Taylor.

El evento sucedería en la Universidad. El panel de conferencistas ya se encontraba dentro del auditorio esperando la inauguración, que estaría presidida por el Rector, esa noche estaba previsto llenar el auditorio. Todo estaba preparado para recibir a los invitados. Los organizadores habían colocado un listón rojo satinado delicadamente tenso que dividía sutilmente el interior del exterior.

T. había llegado temprano y ya se encontraba dentro. Debido a la importancia de la presentación, el Rector en persona, quien era un hombre disciplinado y de intachable formalidad, haría el honor de decir las primeras palabras, cortar el listón y dar paso a la concurrencia.

La conferencia estaba programada para iniciar a las ocho de la noche en punto. La gente comenzó a llegar desde temprano: invitados especiales, familiares, amigos, profesores. Al acercarse la hora llegó un medio local y al final se vio llegar a estudiantes que iban saliendo de sus clases y que empezaron a acercarse por curiosidad o por verdadero interés.

El sol comenzaba a ponerse. Había una inusual asistencia, diversa y nutrida, congregada de forma dispersa entre el jardín central que rodeaba al auditorio y las bancas en el perímetro interno de la arboleda.

Faltando casi una hora para el inicio, la gente se empezó a acercar de a poco a la entrada donde el grueso listón rojo iba perdiendo su brillantez a causa de la oscuridad. Comenzaba la noche fría y de mucho viento, y en el claro de la arboleda una uña de luna iba resaltando.

El Rector, famoso por su puntualidad y seriedad, estaba a minutos de llegar. El personal de la Universidad invitó a los convocados a aproximarse a la entrada, justo atrás de una línea amarilla pintada en el piso, la cual estaba a un metro de distancia del listón rojo que cerraba el paso al salón vacío. Era increíble ver a un grupo apretado de gente no rebasar esa división imaginaria.

Dieron las 7:45 y el Rector, hombre cronométrico y exageradamente apegado a los protocolos, arribó como bien estaba determinado. Su llegada provocó que los más próximos a la entrada avanzaran la mitad de la distancia entre la frontera imaginaria y el listón rojo.

Había un ambiente de expectativa, no se podría comparar exactamente con la entrada a una sala de conciertos o de alfombra roja, pero se sentía una levísima emoción provocada por el sutil cuchicheo de los presentes.

El Rector venía escoltado por dos hombres que le abrían el paso, dividiendo sutilmente a los presentes. Vestía un traje de tres piezas y corbata gris que combinaba con su cabellera escasa pero perfectamente bien peinada. Se acercó con paso firme y pausado a la entrada del auditorio hasta casi rozar el listón rojo. En ese momento el rumor cesó, él esperó unos segundos, se dio vuelta y empezó a hablar:

–Muy buenas noches a todos–, anunció el Rector; hombre diligente y respetuosísimo de las reglas. Después de otra pausa que se tomó para respirar, continuó:

–Es un honor para esta Universidad y me atrevería a decir que para la comunidad artística y científica de esta ciudad lo que en breve presenciarán, por lo que hoy 17 de mayo del año en curso les doy la más cordial bienvenida a la inauguración y primera serie de conferencias de este festejo artístico y científico: “Sobre el arte y las matemáticas: Una forma de acercarnos al concepto de infinito”

Al momento de terminar esas palabras, miró de reojo muy discretamente a sus dos acompañantes, quienes a su vez voltearon a verse entre ellos interrogándose con la mirada; hubo un silencio incómodo.

–Las tijeras, por favor –murmuró el Rector, hombre prudente.

En un movimiento cómico y casi sincronizado ambos hombres buscaron en sus costados, por arriba de sus sacos, y nuevamente encontraron sus miradas intentando hallar una solución.

–Señoras y señores, les ofrezco una disculpa, tenemos un pequeño inconveniente que solucionar –dijo educadamente el Rector, quien para este momento ya había dejado de ser un hombre puntual y estaba con una mueca que denotaba cierto enfado.

El acompañante uno se acercó al acompañante dos y le murmuró algo al oído, éste salió corriendo hacia el edificio que estaba al final de la arboleda. Absolutamente todos los presentes lo vieron correr hasta que se hizo una figura diminuta, parecía como si no pudiera llegar a su destino. Al perderlo de vista, todos regresaron sus cabezas como en un movimiento de ballet y posaron la mirada en el Rector.

Después de varios minutos que se hicieron como horas, el acompañante dos regresó corriendo nuevamente un poco agitado y ahora fue él quien se acercó al oído del acompañante uno, quien parecía ser el jefe de ambos. El acompañante uno se acercó al Rector que para esa hora se podría decir que era un hombre impuntual e impaciente, lo tomó sutilmente del brazo y lo llevó hacia una de las bancas próximas; después de un intercambio de palabras que duró unos segundos el acompañante uno, asintiendo con la cabeza a las indicaciones del Rector, se dirigió a los invitados y dijo con voz fuerte:

–Les ofrezco una disculpa y con mucha pena les quisiera pedir un favor: ¿Habrá alguien entre ustedes que cuente con unas tijeras? Si es así, le pediría proporcionármelas para cortar el listón y así poder dar inicio a este importante evento. –Todos se miraron entre sí; no se escuchó respuesta alguna. Unos segundos de silencio; inmediatamente después se oyeron risitas ahogadas, lo cual originó el contagio y el coro de carcajadas. Al final solo quedó el sonido de algunos suspiros y el de los pasos de personas retirándose.

El Rector, hombre impuntual que evidentemente estaba reprimiendo el enojo, se reunió con sus acompañantes, esta vez con la cara descompuesta; sus gestos y su expresión corporal evidenciaban la reprimenda que les estaba propinando. Los acompañantes cabizbajos se dirigieron nuevamente a paso moderado hacia los edificios interiores, esta vez en distintas direcciones.

Dieron las 8:19 y los acompañantes regresaban con paso lento y caras desangeladas; fue entonces cuando dieron la noticia de que no habían conseguido las tijeras. Esto se supo porque el Rector, hombre incumplido e iracundo, perdiendo totalmente la compostura comenzó a manotear, gritando improperios a la vez que escupía pequeñas gotas de saliva que iban cubriendo el traje de los acompañantes, pero esto solo era una suposición a saber por los intermitentes parpadeos de los amonestados. Una vez terminado el sermón, el Rector, hombre desconsolado, se llevó la palma de la mano a la frente, dando la espalda a toda la concurrencia. El acompañante dos hizo un movimiento con el brazo y tronó los dedos en señal de tener una gran idea; sacó su teléfono celular, marcó y comenzó a hablar de forma enérgica; también parecía estar regañando al interlocutor, pero su enojo fue controlándose, disolviéndose… –“Sí, sí, está bien” –se le escuchaba decir en repetidas ocasiones. Luego colgó…

A las 8.40 el Rector, hombre resignado, sin dar explicación alguna abandonó el jardín, ahora completamente solo. Sus antiguos acompañantes se encontraban confundidos; uno de ellos, el de cara más roja, en un acto de desesperación rogó a los pocos asistentes que habían permanecido solidarios, buscar en sus bolsos algún instrumento que hiciera las veces de tijeras. Hubo un murmullo de creciente risa. Poco a poco se fueron retirando. El desconcierto fue total. Un señor sacó un cortaúñas, lo cual irritó aún más al acompañante dos, quien empezó a ofenderle verbalmente. Nadie se atrevió a quitar el listón que minutos más tarde se cayera de uno de los lados de la puerta debido al viento creciente. La conferencia se canceló.