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…La mejor hora es la peor para llegar o para matarse, para el miedo, o para la realidad: aproximación desgastante a un infinito que inicia y que me enfría.
Dejé atrás el amor ideal: Sabetta, me recibiste en tus brazos con el más profundo entendimiento que no supe retener.
Me despedí de ti como si realmente quisiera no volverte a ver. Tu puerta se cerró suavemente. Apenas pasaron unos instantes y ya estaba cayendo en el abismo de tu recuerdo, como si nunca antes hubiera llegado a ti, como si toda la vida te hubiera tenido, aunque fugazmente. Acepté mi destino lamentándolo, luego encendí mi cerebro autómata y me dejé ir torpemente por las calles, con pasos mecánicos, tratando de ser valiente e intentando resignificar toda vivencia previa. Todo parecía impedírmelo: La ciudad me tragaba, me hacía un mendigo más en busca de amistad y comprensión.
Hice un último esfuerzo. Estaba a menos de un kilómetro, al inicio del mercado donde solía comprar fruta con mi papá, pero no reconocía el rumbo por el intenso brillo del sol de ese mediodía; estímulo a mi memoria.
Llegué. Me encontraba ahora frente a mi primer hogar, la casa de mi infancia: el punto de partida, el paisaje desolado en un domingo hermoso y triste.
Por más que me esforcé no me pude concentrar, me asaltaba el recuerdo de toda la música de mi vida y con ella las sensaciones que me habían acompañado.
Procuré interiorizar en los más hondos recovecos del recuerdo a fin de inundar mi alma y recobrar de a poco lo perdido. Era yo, con mis emociones mal entendidas, con ese cielo intacto que me caía como a medio techo y que cuando era niño pensaba que podría alcanzar. Me distrajo la sed, no me atreví a dar paso, el todo llegó a mí antes de que yo diera un paso hacia él. Sentí una súbita desesperación de acabar con el pasado, pensando la misma idea recurrente: Este momento me atormenta y mi yo está desfasado.
Me asomé por una ventana… ¡nadie! Llamé a la puerta como siempre: tres golpes fuertes, espaciados. Fue la silueta de la muerte quien me dio la bienvenida. Era necesario superar el umbral de los miedos, abanicar la puerta, entrar, poseer la sala. Descubrí que la persona que en el pasado venía a abrir, ahora era polvo. Entré, necesitaba ir primero a la cocina, ver el rincón donde me escondía, donde mi hermano, mis papás y yo inventábamos historias y juegos. Salí, regresé a la sala, subí la escalera, creí escuchar la voz de mi madre, pero me asaltó la tristeza de sus últimos días, el recuerdo fotográfico de ella postrada en esa cama minúscula, y yo como fantasma pasando de largo. A la izquierda del pasillo, en el cuarto de mi hermano sobrevivían dos libros de Herman Hesse Poco estaba en su lugar y nada era lo mismo: recuerdos, piedras frías que caían sobre mí como sepultura. Habría que derrumbar los muros y las emociones. Uno a uno se disiparon los sueños; ningún recuerdo había sobrevivido.
¿Había llegado? No, porque el tiempo fue otro. No encontré el recuerdo de nadie, ni siquiera el mío. Comprendí que era imperante hacer un acuerdo conmigo mismo sobre dejar de existir o vivir para siempre. Regresaría al mar.
Me alejé poco a poco queriendo no irme porque al final ya había llegado, apenas me estaba alejando y ya sentía el infinito, estaba dejando la casa en ruinas. Lo sé, he vivido con la sensación y la certidumbre de no alcanzar lo deseado. Llegar no es lo esperado.
Sabetta, fuiste anhelo y añoranza; regresaste para adueñarte de mis suspiros: Yo tuve un amor y amores, ilusión y espejismos y cada historia tuvo su hueco y en cada una estabas tú, frente al espejo de la vida, significándolas. Habité tu cuerpo sin saber si te encontré o te seguía buscando.
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