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La conocí por puro azar, en el caos absoluto.

Aquella noche había quedado de ver a mi hermano. Iba tarde en un transporte repleto que no avanzaba. Lamenté no haber salido antes. La prisa me obligó a continuar a pie. El cielo se iba llenando de nubes y el aire se humedecía. Me refugié en la primera marquesina que encontré. Como a cuenta gotas llegaron otros más. Me sofocaban, pero sobre todo y no sé porque me irritaba la parsimonia con la que llegaban a apropiarse de mi espacio.

Comenzó a llover. No había tiempo. Decidí seguir. La avenida amplia, antes vacía se pobló. Empezaba a pensar que no llegaría. Me sentía torpe y desubicado. Me aventuré sobre un callejón que supuse sería un atajo. Apreté el paso. Al avanzar, la calleja se sentía más angosta, cada pensamiento aumentaba la preocupación de estar desviando el camino, de no poder reunirme con mi hermano. Desemboqué en un lugar disímil, desierto, ajeno a todo recuerdo.

Iba del miedo al enfado, uno le daba voz al otro cíclicamente, alimentando la indecisión de seguir buscando la ruta correcta o volver; pero en mi mente ya había nacido la idea que pronto me atormentó: no encontrar cómo regresar.

Estaba agobiado, perdido, alerta, buscando un paradero, una estación. En la calle que ahora me encontraba, apenas un poco menos angosta, marcaba en el horizonte apenas una sutil semicircunferencia dificultando ver o adivinar la distancia de la entrecalle siguiente. Mi ansiedad se calmó cuando a lo lejos pude ver una mancha difusa. Asumí que era un grupo apretándose al frente de lo que pensé sería la entrada a una estación del metro.

Conforme me acercaba me iba dando cuenta que se trataba de una multitud luchando por entrar a la estación y en vez de eso salían expulsadas. Me uní al esfuerzo. Había que abrirse paso empujando para aproximarse de a poco a los torniquetes, a las primeras escaleras, a los andenes, pero cíclicamente llegaba la ola de arribantes alejándonos en cascada inversa.

Se oían comentarios: “Los trenes están totalmente parados”. A oleadas llegué al inicio de la primera escalera. Ya me había conformado y mientras resistía la vi, a un par de metros delante: mojada, con su traje sastre y un paraguas que evidenciaba haber vencido muchas batallas. Una sensación inesperada de ternura me sorprendió, pensamientos espontáneos, lugares comunes, historias de amor inevitablemente cursis. Como pude intenté acercarme, con mucho esfuerzo avancé un metro de los dos que nos separaban. No sabía cómo iniciar una conversación. Mi humor cambió, me sentí positivo. Ella me miraba de reojo y me inventé que era correspondido. Pero no le hablé, por la pena de mi olor a lluvia ácida.

Había vuelto a mis cavilaciones cuando sentí un estruendo como si se estuviera abriendo la tierra. El temblor venía del centro de los andenes. Era un tren que llegaba, que llegó y con éste el tumulto que me alejó a otro extremo. Esta vez la contramarea nos acercó, pero ella ya estaba luchando por zafarse del nudo humano para dirigirse hacia la taquilla, donde solo una de seis ventanillas estaba dando servicio.

–¡Ea, ey! ¿¡Quieres un boleto!? – grité, pero ya estaba muy lejos. Me sonrió con la mirada. La vi alejarse.

Poco a poco me acercaba al andén. Cada segundo lo sentía en las sienes, ese pulso que percibía denso, interminable. Los trenes pasaban sin detenerse; unos atestados, otros completamente vacíos; algunos aparecían en el horizonte, asomaban su cabina como una serpiente acechando, frenaban por completo. Unos minutos más tarde bufaban, volvían a avanzar, esta vez acelerando muy suave, calculando el espacio para que su cuerpo naranja ocupara todo el andén en completa quietud. Todos nos movíamos intentando llegar a las puertas, haciendo una plasta, esperando que se abrieran, pero lo que sucedía, que rabia, es que comenzaban a avanzar; al inicio muy lento y luego acelerando cada vez más hasta perderse en el túnel.

En cierto momento empezó a correr el rumor de que había camiones gratuitos recorriendo la misma ruta por fuera. Salí iracundo y ansioso con la esperanza por demás absurda de encontrar a mi hermano para llegar juntos a casa. Afuera estaba totalmente inundado.

–Creo que ya no voy a necesitar el boleto –dijo la voz detrás de mí. Volteé, era ella ahora más mojada. Sentí el vacío en el estómago y un circuito eléctrico inundó mi cerebro y se extendió hacia la capa más delgada de mi piel. Nos quedamos inmóviles, como idiotas mientras la gente nos mecía y nos empujaba sentenciando improperios. Se percibía en el aire el hedor de la humanidad y su prisa.

Tomaríamos el mismo camión, pero ella iba mucho más lejos, quedamos en acompañarnos. Me contó que su nombre significaba “el fin”. Pensé en la belleza de sus múltiples interpretaciones.

La pena se me cayó. Le dije que me gustaba su pelo mojado, que ella sería la ciudad a donde llegar y que la lluvia era hermosa; en realidad olía a caño por todos lados.

Tomamos el camión, ella iba en el escalón donde suben los pasajeros y yo iba abrazándola, luchando para no caernos. El chofer se paraba una y otra vez rogando a la gente que se acomodara. No le hicieron caso, por lo que tomó la decisión de transferirnos a otro camión más grande que venía atrás, pero al intentar subirnos ya estaba totalmente colmado. Empezamos a caminar. La lluvia estaba cesando.

Yo empezaba a ponerme nervioso. No encontrábamos otro transporte. Comenzaba a no disfrutar esa noche cuando a nuestro lado se paró un auto que no parecía taxi pero que nos ofreció llevarnos. Desconfié. Al inclinarme hacia la ventana trasera vi a una señora con una niña de alrededor de diez años y un bebé en brazos. Le pregunté al chofer que si iría por la avenida principal y contestó que sí, pero que primero debería dejar a los otros pasajeros. Giré hacia ella, intercambiamos miradas y subimos. Tomó la avenida principal, pero luego de un par de kilómetros, se internó en la colonia aledaña por una subida que nos llevó a lo alto de un cerro poblado de casas que parecían estar en construcción. Llegamos a una explanada. El conductor detuvo el coche en un camellón. Él, la niña y la señora con el bebé en brazos se bajaron y todos se perdieron en la misma dirección. Nosotros nos quedamos esperando ingenuamente a que regresara el chofer, pero después de un rato largo comprendimos que no lo haría.

Bajamos del auto en silencio y sin cruzar palabra nos dirigimos a lo que pensábamos sería la calle abajo hacia la avenida principal. En el camino nos encontramos con un par de ancianos. Les pregunté si conocían un sitio de taxis. Se quedaron perplejos. Mirándonos pararon el tiempo, solo fueron instantes eternos de silencio, cuando de pronto y de forma simultánea estallaron en carcajadas. Ambos hombres estaban totalmente desdentados. Nos alejamos sin muestras de agradecimiento, con el paso apretado. Para esa hora tiritábamos de frío y miedo.

Después de un rato intenté animarme, y con risa nerviosa reinicié la conversación. Nos paramos, la lluvia y el viento habían limpiado el cielo. La oscuridad del rumbo favoreció: hacia arriba a las estrellas y hacia abajo al resplandor de la ciudad. Me sentí alegre, cobijado y, aunque muy distante de mi casa, con la sensación de haber llegado. La abracé tímidamente, fue un acercamiento cálido y tierno que ayudó a reconfortar el cansancio. Bendije la noche con un suspiro, porque supe que sería ella. Su nombre era Amaia.