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Seguía en la pocilga, con el techo de testigo y los brazos sin cuerpo que retener. Amaia… Había olvidado el origen de mi melancolía. Amada Amaia, conservé tu carta consuelo para dar motivo a mis días. Tenía una nostalgia que disparaba las memorias de lo que fue nuestra circunstancia, el día a día de nuestra relación. Amada, amada Amaia, de saber que tantos años se me derramarían en los sentidos te habría hecho poema para que todos suspiraran al nombrarte.

No tenía salud ni dinero suficiente para pagar un hotel, y mi mente repasaba la estrategia del nuevo inicio del regreso desde el refugio: ese muladar con baño compartido que ya me empezaba a pesar.

No dormía bien, Amaia siempre me cobijaba con sus piernas para luego echármelo en cara, ahora no, no estaba o estando nunca estuvo y aunque los recuerdos retumbaran, no era mi hogar, no se parecía en nada, estaba solo, solo, y solo yo estaba solo.

Llegué a reconocer el techo. Era yo habitando el miedo. La emoción vacua de no ser, de no pertenecerme, una cama hundida conteniendo mi mediocridad y el íntimo acuerdo con la pantalla plana, con la que había convenido ausentar mi criterio; laguna mental que me juzgaba, un día tras otro en el encierro, con el temor de salir y no encontrarme.

Amanecía alterado, con esa sensación de crear y recrear lo existente. Lo sabía, habría que salir del cuarto, encerrarse en ese túnel frio hacia la recepción, salir a la calle con el peso del sol, la sed del mar y el alma sin brújula. ¿A dónde ir, sin casa ni aproximación?

Ya al anochecer te vi llegar, era tu fantasma, y mis demás sentidos ya te habían recibido. Tenía el corazón en la mano, palpitando como el amor joven que algún día tuvimos. Estaba feliz de verte bien, habías regresado y me atreví a decirte: “Mira lo que te escribí”, mientras sacaba de alguna parte de mi ropa papelitos con pequeños apuntes para no olvidarte. “¿Quieres leerlos?” Te vi ignorarme, darte la vuelta, irte.

No podía dormir. El insomnio me censuraba. Salí ocultándome, para procurarme una botellita, para poder pasar la noche y divagar sobre el paso del tiempo en nosotros y cómo nos consumió –y cómo me consumió. Me descubrí nuevamente amaneciendo, desgastado en la tristeza, escribiendo para mí: señales, salvoconductos que me abrieran la puerta y me invitaran a dormir; a mí, al loco.

Terminé la nota cursi, la leí en voz baja y la disfruté, porque estuve seguro de haberte amado, porque me inundas y me salvas, porque siento esa tristeza cierta sobre el amor que se desgastó, porque tengo un resquemor por la ironía del tiempo y lo que hizo en nosotros.