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Sabetta, desde que te conté que me darían de alta me invitaste a tu departamento, me pediste que dejara el refugio y que me quedara contigo el tiempo necesario. Insistías; decías que me cobijarías en tu sala, que me serviría para recuperarme, para recobrar la fuerza interior que me permitiera emprender nuevamente el camino.
Para convencerme, me invitaste a cenar a tu departamento. En el fondo sabía que lo hacías para distraerme. No me pude negar. Esa noche iba con el ánimo absurdo del sinsentido, contento de encontrar abrigo en los sentimientos que iban creciendo hacia ti, pero desgastado, por el peso del tiempo muerto que me habitaba. Llegué a tu edificio. Subí las escaleras. Iba cargando dos botellas y una bolsa con hielos que sentía me pesaba más en cada escalón. Ya casi al llegar a tu piso la abandoné. Llegué a tu departamento, la puerta estaba entreabierta, sentí que venías. Entré. Como aquella vez, me recibiste con un beso de medio labio. Se escuchaba música que venía de la sala, la reconocí de inmediato. Un agradable escalofrío me recorrió. Esa música estaba en el cassette que me diste el primer día que fuiste al refugio y que no dejaba de poner hasta convertirla en el breviario de mi efímera historia de estos días. Me quedé petrificado con las dos botellas en las manos. Tomaste mis mejillas y te acercaste para darme un beso en los labios, con la misma ternura con la que me mirabas cuando iba a verte de adolescente. Así duramos algunos segundos y yo encapsulé el momento. Nuestros labios apenas estaban separándose y sentí tu voz tibia, cantándome bajito la tormenta de mis días.
Decidimos que no habría cena; solo tragos y nosotros. Me instalaste en la sala, junto a la ventana en el rinconcito que a partir de esa noche estaría destinado a tener algo de nosotros y luego pusiste a Cat Stevens en una tornamesa que conservabas desde niña. Una añoranza agridulce me sobrevino curándome. Bebíamos. Hablabas del amor que le tenías a la música. Me contabas de tu madre y de cómo te hizo miserable la vida, luego me proponías juegos para ordenar palabras que dieran cauce a las sensaciones. Te conté de los viajes que me hubiera gustado hacer y no sucederían… Intentaba darte señales de mi necesidad de retenerte.
Llevabas casi nada puesto y yo adivinaba tus senos gracias a la tela de la blusa. Ya estábamos emborrachándonos cuando nos quedamos callados, dando sorbitos, mirándonos de reojo. En la mesa de luz había un cuaderno, me lo ofreciste, estaba lleno de dibujos con pequeñas notas a los lados: poemas. Hubo un silencio confortable y fue cuando tus besos se instalaron en mi cuello. Tarareabas con voz baja, tibia en mí oído. Transcurrió la noche apretada y caliente, nos abrazamos mucho.
Besabas mi nuca y yo empezaba a juzgarme por la culpa de vivir el presente contigo, pero fueron el algodón de tu blusa, el huequito de tu espalda, tu pubis y la ebriedad quienes nos bendijeron. Fuiste la que dio tregua a mi lucha interior.
Y me tocaste los labios apretados, borrachos. ¿Por qué carajos no te fusioné conmigo? Tan próxima al absoluto y me negué. La madrugada concordaba con la ausencia y todos estos años separados. Empecé a pensar que es así, que ansío, que amé, que recordé, que persigo, que vivo insistiendo, que no llego y se me escurre la vida y la recobré en la savia de tu piel.
La vida es esperar uno y otro día de acuerdo a su significado. Dejaste que me acurrucara entre tus senos, que descansara mi mejilla en la cuenca de tu hombro. Te iba a decir que el futuro es incierto y que la muerte se acerca, pero no me dejaste. Al día siguiente amanecí con la paz interior que no había conseguido disfrutar hacía mucho tiempo, dejé una nota en tu cuaderno… Tu rostro bienvenida, tu rostro sonrisa, tu rostro vida, tu cuerpo libre, tu cuerpo día, en mi rostro noche. Luego salí.
Al bajar me topé con un charco de agua y una bolsa sin hielos. Habían perdido su propósito.
Regresé al refugio.
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