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Amaia, nos conocimos el día de la tormenta. Una serie de coincidencias nos presentó, terminamos en un barrio en la parte alta de la ciudad, para nosotros desconocido, pero tuvimos la certidumbre de haber llegado. Los días posteriores fueron tiempo de sensaciones, salíamos del metro para que los hoteles nos eligieran y luego nos daba risa platicar de la taquicardia previa; nuestras ansias coincidían con el epicentro del deseo, el reflejo de tu señal y la bendición de los sentidos que nos inundaban. Amor Amaia, columpio de dulzura, queríamos llenar esos domingos, después de haber trasnochado desde media semana, donde solo eran la vida y la piel: Amada, Amaia amada, aun antes anticipé amar tu aurea aura.
Y nos fuimos a vivir juntos. Amaia quería irse a otra ciudad, empeñada en alejarse del lugar donde crecimos. No teníamos mucho dinero, solo llevábamos la ropa y los libros imprescindibles; con los pocos ahorros compramos lo básico: un colchón tamaño individual, una mesa sencilla, cacharros para la comida, alcohol y una guitarra de mercado.
Llegamos un par de semanas antes de iniciar el trabajo, tiempo perfecto para conocer el rumbo y dedicarnos al mar, al amor y al aire húmedo nos inundaba los pulmones, nos aligeraba los días. Nunca imaginé vivir en una ciudad con mar, Amaia sabía a sal todo el tiempo y la ropa se le pegaba al cuerpo en los huecos que más me gustaban de ella.
Por la noche el departamento se llenaba con música de insectos y olor a nosotros. El amor nos iba colmando de a poco y luego nos aproximaba un poquito más hasta que de pronto algo nuevo, totalmente ajeno a nosotros nacía. El dinero de apenas alcanzaba, pero no importaba.
Para llegar, teníamos que alejarnos de la costa, subir la colina por la calle que todos conocían como la de las casas viejas. La nuestra estaba dividida en departamentos, habíamos preferido renta el último piso porque tenía un par de recámaras y una sala muy amplia. En la habitación que daba al mar instalamos el colchón individual; gracias a él dormíamos acurrucados, a pesar del calor, en la otra, a la que llamábamos estudio, guardamos los libros, la guitarra y otros instrumentos que fuimos coleccionando y que nunca aprendimos a tocar. Nos gustaba el departamento porque se sentía acogedor a pesar de tener grandes espacios, además Amaia se ponía muy contenta de poder caminar descalza y hacer crujir el piso de madera.
El calor nos levantaba muy temprano, empezábamos la mañana con los ventanales abiertos. Algunos domingos íbamos al mar, el olor de Amaia y el de las olas se hacían uno en su cuerpo. Al regresar nos gustaba estar en la ventana y beber vodka.
Los rituales se fueron desgastando de a poco; emperezábamos a beber más temprano. Amaia había conseguido un trabajo mejor remunerado, pero demandante y rutinario. Hizo nuevas amistades que comenzaron a frecuentarla, me parecían simpáticos, aunque yo percibía que les era aburrido. Hacíamos reuniones de viernes a domingo. Amaia en oposición a mí era extrovertida y necesitaba contacto social y la algarabía natural en las reuniones. El departamento era gente y música y yo prefería la soledad en pareja; intentaba adaptarme. No lo logré.
Los contrastes se hicieron evidentes ante la rutina y de a poco la vida se fue haciendo mecánica y gris. El clima, que al inicio fue una excusa para tener menos ropa, ahora nos agobiaba. Entre semana, Amaia llegaba cansada, sin magia; se iba directo a la recámara. Un buen día compró una cama enorme, un televisor y unos sillones muy cómodos para recibir a los invitados. Yo la evitaba y me quedaba a escuchar música, leer poemas o novelitas que me permitieran lidiar con el absurdo de los temas inacabados de mi vida o intentar dibujar una puerta ficticia para entrar o salir o no sé qué; internarme en los recuerdos y en lo que me permitiera ignorar mis pensamientos. Pero había noches en las que nos sorprendíamos en el estudio y acordábamos beber y bienvenir las olas para celebrar la madrugada en la cama individual, menos ostentosa y que al inicio nos permitía dormir abrazados. Hoy las vueltas del insomnio las daba sobre mi propio eje, aquel calor nos había terminado por separar y nuestros cuerpos que nos bendecían en las noches se habían ido, estando ahí. Nació la idea de regresar
Fuimos tres con el mar, éramos los que nos repetíamos, los que no cesaban en la noche; por regresar a la tormenta que nos presentó, rompiendo en los cuerpos la sal y la espuma, ya sin pertenecernos. El mar no es de nadie, decías.
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