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Llegué en autobús después de un tiempo casi infinito a la ciudad donde crecí. Tenía aún la confusión de los días anteriores. Bajé del camión en cámara lenta. Me reconocí en el aire tibio de la noche. Abandoné a pie la estación, no tenía rumbo, la única idea clara fue registrarme en el hotel más cercano. Pensé en Sabetta, el amor platónico que me había estado insistiendo en oleadas recurrentes desde la infancia. Le mandé un mensaje: “Estoy de vuelta y me gustaría mucho que me acompañaras en el camino de regreso a mi casa”.

Amanecí solo, el calor me levantó. Pensé que ya era tarde pero no sabía para qué. Salí de mi cuarto y hubiera bajado seis pisos, pero el elevador se atascó. Las puertas se abrieron en el tercer piso y salí de un salto rumbo a las escaleras de emergencia. Llegué a la planta baja y abandoné el hotel. Me sorprendió cuánto había cambiado mi ciudad, traté de hacer un recorrido visual del lugar… y de mi soledad; consciente de no querer tener opciones: fue eso, el tiempo, la nostalgia y el recuerdo; impulso-decadencia-emocional, esbozo móvil que provoca. Iba con prisa, busqué en mi muñeca el reloj que no tenía y sentí la pena del tiempo perdido.

Cada pedazo de mi historia se reconstruía frente al recuerdo de un hogar que acabó por expulsarme, tan próximo a mí en ese momento de remembranza; era una cuestión de decidir partir y llegar a él.

Aunque la ciudad había cambiado, me sentía confiado del entorno. Como de costumbre iba tarde, la noche anterior había reservado un taxi que me llevaría de regreso, pero lo vi irse justo cuando crucé la puerta de salida. No me importó. Abordé otro, el primero que se cruzó en mi camino. Había pensado recoger a Sabetta en el café italiano donde ahora trabajaba. No lo hice.

–¡A mi hogar! –ordené. El chofer no entendió. Tuve que indicarle los detalles, las descripciones sobre el color, el número y la forma de las ventanas, las tienditas cercanas, quién las atendía y sus miserables vidas, las de sus hijas y mi relación lejana con ellas, los árboles y el color del cielo de cada estación del año. No se inmutó porque no entendía ni le importaba. Le di un papelito con la dirección exacta.

Partió acelerando, muy seguro de sí mismo y de la ruta, pero yo lo guiaba a mi capricho, de acuerdo a mi sentido de aproximación, a las siluetas que creía reconocer, a lo irreconocible y a lo amado.

–¡Aquí es! –grité. El señor de poco pelo frenó furioso, le pagué para salir y sentir la tierra en mis zapatos. En mi vista periférica, lo único reconocible era la sombra de mi infancia, de lo que había sido mi casa, mi familia, mis amigos y Sabetta.

El sol me pesaba a noventa grados. A lo lejos creí ver mi jacaranda, referencia inequívoca de la niñez casi alcanzable.

La taquicardia me hizo desviarme unos grados, caminar de regreso por el lado exterior del paso a desnivel y entrar en el hoyo, que ya había seducido mi memoria desde que salí del hotel. Imaginé que ahí encontraría a mi hermano. El lugar se encontraba en el sótano de un edificio y se usaba como escenario improvisado para pequeños conciertos. Cuando éramos adolescentes él y yo nos escapábamos de casa para ver a las bandas (En ese entonces se llamaba Foro Funky, aunque todo el mundo lo conocía como el hoyo, años más tarde el lugar cerró. El edificio, ya en abandonado continuó usándose para fiestas, tertulias, tocadas y reuniones de todo tipo).

Tomé el callejón que daba a una de las entradas laterales del edificio. La crucé. Me dirigí al sótano. Para llegar a él tenía que caminar por dentro a través de varios pasillos hasta llegar a una escalera estrecha y empinada. Bajé de luz a oscuridad. En cada escalón me asaltaba un recuerdo que me forzaba a detenerme, pero avancé.

Ya estando bien abajo, vieja costumbre, pensé en subir, pero el ritmo cardíaco se estaba convirtiendo en ansiedad, se oía a lo lejos el alboroto de varias personas hablando al mismo tiempo. Entré: ahí estaban mis viejas enemistades. Sintieron mi presencia, voltearon a verme y se hizo un silencio que me pareció eterno. Cada par de ojos se posó sobre mí, me veían fijamente. Interpreté en su mirada un juicio que me condenaba. Nada dijeron. Comencé a retroceder lentamente, el piso llano, repleto de tierra, hojas y basura crujían bajo mis zapatos. Quise disculparme por los tiempos pasados, decirles que Johann solo se había defendido.

No escucharon. Fue el momento en el que iniciaron los golpes. Fue la descarga de la rabia contenida; se los recordé con mi presencia: me apagaron a golpes.

                             …

Johann, así se llamaba su hermano mayor. De niño era muy tranquilo, pausado, de carácter noble. Taylor y él tenían un vínculo que los complementaba y que les hacía parecer a ser una misma persona, quizá por esa razón Taylor le llamaba Yo.

Fue su papá y su pasión y admiración por los matemáticos quien eligió los nombres. Al mayor en honor a Johann Bernoulli y al menor como Brook Taylor. Durante la secundaria un día sí y otro también, Johann y Taylor eran víctimas de burla.

– ¿Cómo se llaman? –. Les preguntaban los compañeros durante el recreo.

– ¡Ah, sí! El Yojan y el Teilor –, y echaban a reír.

Era a Johann a quien más acosaban. Taylor lo defendía con rabia, pero sin éxito. Fue en ese tiempo cuando sucedían los golpes, un día y otro y otro. Con el paso del tiempo su carácter fue cambiando hasta endurecer y voltear los papeles. Sus apodos y sus historias los hicieron temidos al ser contadas una y otra vez hasta la exageración.

                                                                                

Recobré el conocimiento. Estaba tirado a media calle. No sé cómo llegué hasta ahí. Tenía mucho frío, sentía los pies congelados, había perdido los zapatos. Un hombre me cubrió el pecho y los brazos con una pequeña frazada y alguna buena persona improvisó una almohada. Recordé al taxista, su calva y el discurso sobre la pérdida de valores, el “qué barbaridad” y “cuando yo era joven”, “así, la humanidad no llegará a nada”. En el fondo tenía razón.

Permanecí cerca de dos horas tirado en el concreto, escupiendo improperios, mugroso y con filosofía, decidido a ser, seguir y trascender, queriendo alcanzar mi destino, pero dudé porque la palabra pesa: “Es un instante inmediato, inexacto, que solo cobra sentido si se concluye”. El señor que me cobijó me veía con ojos tristes, con semblante comprensivo, pero haciendo movimientos de negativa con la cabeza… decía que no, que el destino no existe y tampoco el hogar. Maldito viejo, su aliento me recordaba que algún día tendría que morir.