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Crucé hacia la azotea del edificio, muy próxima a nuestro departamento, donde ocurrían las fiestas. Entré en el laberinto social, desnudo, con la única arma que creía tener: ser yo mismo. Iba con paso firme, pero con miedo ¿Qué está detrás de lo que me inquieta, de mi específica ansiedad por llegar?

Busqué a mis amigos, no llegarían. Los invitados me veían de reojo, analizaban mi vestimenta con desprecio, con un aire de suficiencia y orgullo. Yo trataba de tomar distancia del entorno, comía poco y bebía mucho. Amaia me gritaba ¡ven, no seas evasivo! desde una mesita donde ya estaba instalada. Yo le hice una mueca de aburrimiento y una señal de “luego”. Me hice el desentendido, estaba junto a los entremeses, fingiendo comer un rollito de jamón, con el vaso en la diestra y un cigarro en la siniestra, asintiendo con la cabeza y dando medias sonrisas a quien se acercaba o intentaba hacerme la conversación y acababan evitándome. Amaia insistía: Taylor, ¡que vengas por favor!

Una de sus amigas vino a mí diciendo que no me hiciera del rogar. Iba muy perfumada. Me llevó hasta ellos. Se habían instalado junto al reproductor de música que tocaba no sé qué trivialidades.

El sonido de sus palabras se fue apagando. Apenas veía sus labios moviéndose

–… Se han perdido los valores, solo hay que ver a los niños y a los jóvenes de ahora: ¡se la pasan en los videojuegos y en el celular! Ya no salen como lo hacíamos nosotros.

–… Y por eso tanta violencia; y ya están más despiertos que nunca, ya nacen con el chip integrado, y luego veo muchachitas que… –decía un chaparrito de bigote. Iban engarzando las frases: ¡precioso!

–Voy por otro trago –le dije casi en un susurro al tipo que estaba a mi lado, que se la pasaba contestando a modo de responso: “Si-sí, “Si-es-cierto”. Por suerte no me contestó. Me fui junto con mis prejuicios haciéndole un gesto a Amaia al tiempo que señalaba mi vaso vacío.

Junto a la mesita donde se habían dispuesto las botellas había un medio círculo de hombrecitos callados en el ritual del vaso: sostenimiento-sorbo-sostenimiento; sostenimiento-sorbo-sostenimiento, casi musical. Algunos movían levemente la cabeza o el pie llevando el ritmo; eventualmente se veían entre sí, subían el vaso a la altura del pecho y decían salud con una reverencia; algunos chocaban con la delicadeza del cristal sus vasos plásticos. Estuve a punto de regresarme con los coaches de vida, pero era necesario beber. Regresé con el vaso lleno. Amaia ya no estaba, la conocía bien, estaba evitándome.

–La vida es para disfrutarse, hay que vivir el hoy plenamente –dijo astutamente el que coqueteaba con la del escote, cada vez más próximo. Intervine con la seguridad de dos cubas:

–El gozo no se busca, es consecuencia de vivir.

–La vida es para amar, yo siempre seré una romántica –agregó la del escote.

–Hay que vivir el presente, el aquí y el ahora –dijo tímidamente el chaparrito del bigote.

¿Qué carajos quiere decir? –pensé, y luego la frase ya estaba en mi boca. Mejor regresé a la mesita de las botellas. El medio círculo de hombres bebiendo había crecido y ahora estaban más sonrojados, los noté animados. Me di media vuelta, Amaia me encontró yendo hacia la cocina.

–No tomes de más. Regresa con tus amigos. No hagas el ridículo –Me pidió. Obedecí lo segundo, fui por la cuarta y la quinta, regresé con los motivadores de vida y me quedé lo más callado que pude, ciclado en mis pensamientos recurrentes sobre estar en el lugar equivocado. Quería salir corriendo, pero me alejé caminando, haciendo la pantomima de ir por otro trago. Y sí, me lo serví, pero esta vez no regresé, bajé las escaleras y salí.

Caminé tropezando por la calle empedrada que llevaba al mar. Era el final de la tarde, la mejor hora para estar afuera. Hice una escala en la tiendita de la esquina para proveerme de más alcohol.

Continué indeciso hacia la playa y de nuevo el sentimiento profundo de tristeza, tan conocido. Me sobrevino la desilusión de haberme conformado con una vida en bucle, que me ha estado tragando a cada iteración, siempre en la angustia de encontrar sentido y con la culpa de las decisiones que no había tomado por miedo a perderme.

Llegué al malecón con media botella encima, había personas que celebraban la vida o eso creí y me di cuenta de que me agobiaba vivir, era necesario volver, ver mi casa, descifrar, buscar a Sabetta.

Regresé a la fiesta, caminaba tratando de disimular mi borrachera. Ahora casi todos los invitados bailaban. Amaia pasó ignorándome. Me largué a dormir.

A la mañana siguiente, desperté con una profunda añoranza sobre mi infancia, con el anhelo tormentoso de encontrar el origen como respuesta.